Jorge Medina Viedas
Las facultades presidenciales establecidas constitucionalmente no dan lugar a equívocos: el presidente Felipe Calderón puede nombrar a quien le plazca o a quien le satisfaga política o personalmente, y puede hacerlo de acuerdo con sus criterios y valoraciones del más diverso orden,o simplemente en consonancia con el estado de ánimo en que se encuentre en una noche de insomnio. Y al parecer así lo hizo.
Eso es lo primero. Hágase una pausa para decir de paso que en ese tramo de desvarío se desprendió de su vocero en comunicación y tuvo un significativo encuentro con el senador Manlio Fabio Beltrones, y no tiene nada de raro que haya comentado con él aspectos puntuales y prácticos de las causas de las remociones de sus funcionarios, y algún otro tema relacionado con las facultades específicas de la Cámara Alta, donde el senador tiene reconocida influencia.
No sabremos si en esa conversación hubo alguna confesión del Presidente, de aquellas que luego pasan de boca en boca como anécdotas inocuas, pero que al paso del tiempo son la historia con mayúsculas. Y digo como aquella confidencia que le hiciera José López Portillo al líder de los comunistas, Arnoldo Martínez Verdugo, cuando éste le reclamó una explicación de la remoción del entonces secretario de Gobernación Jesús Reyes Heroles, autor de la reforma política y que trajo a la izquierda a la lucha por el poder por la vía de las instituciones. Con sus modales aristocráticos característicos, el autollamado “último presidente de la Revolución mexicana” le contestó a Martínez Verdugo: “Es que quería estar aquí”, al mismo tiempo que golpeaba varias veces los brazos de la silla donde estaba sentado, en uno de los salones del Los Pinos.
A un mandón no le gusta otro mandón. Reyes Heroles lo era y de qué manera. A su talento exuberante y a su verbosidad lapidaria, sumaba su desprecio indisimulado por los incapaces. Aún se recuerda cuando en un desayuno de la Lealtad, compartiendo la mesa con el impopular y represor gobernador de Oaxaca, Eliseo Jiménez Ruiz, con quien sostenía fuertes discrepancias, éste ironizó y le dijo al mesero: “A él —apuntando al veracruzano— tráiganles un par de huevos rancheros”; a bote pronto, Reyes Heroles le ordenó al mesero: “A él general tráigale una sopa de sesos”.
Otras veces se equivocaba, sin duda, pero Reyes Heroles conocía las entrañas del poder y sabía muy bien para qué servía detentarlo. Pero los presidentes del viejo régimen tenían un límite. Y López Portillo se lo hizo saber de forma contundente. Éste, por criticado que sea, era brillante. Más brillante que denso intelectualmente; más retórico que políticamente eficaz. Dueño de dotes que eran defectos para unos y virtudes para otros, sin embargo, fue capaz de darle a la historia pasajes pedagógicos de un régimen político que no muere, y que agoniza al ritmo de sus epígonos. Y su defenestrado secretario de Gobernación, Reyes Heroles, es referente obligado de quien haga o estudie política mexicana.
Sin comparación que valga, el presidencialismo de la era panista es una versión prosaica y disminuida de aquel régimen que tanto condenan y sirve de alusión negativa del pasado. Igualmente autoritario, el de hoy es practicado por políticos bisoños, menores, incapaces de nutrir a la historia nacional de algo digno de contarse, salvo un “haiga sido como haiga sido” o un “José Luis Borgues”, o darnos una guerra que los mexicanos no deseamos.
Existe, sin embargo, un poder presidencial que establece y fija protocolos políticos de los cuales ya vimos sus mediocres niveles de efectividad. Los nombramientos recientes hay que verlos como la continuidad de la estrategia electoral de 2010, en la que la guerra es una de las líneas de acción en que se soporta. Al mismo tiempo, dichos nombramientos hacen presentir una violencia más cruenta. Se trajo a un secretario de Gobernación que va a hacer una labor principalmente policiaca, un hombre que en política no tiene nada que hacer, ni nada obligadamente inteligente que decir en otros temas del sector.
Es y será un operador rudimentario para estos tiempos de violencia creciente que se avecinan, como lo demuestra el coche bomba en Ciudad Juárez, que dio muerte a varios policías, y que revelan nuevas formas terroristas en territorio mexicano.
Estamos en la fase dos de la estrategia de Felipe Calderón, cuya intención sigue siendo la misma: no entregarle la banda presidencial a un priista en 2012. No se quiere decir nada del país que le quieren dejar los mexicanos, pero sí es claro lo que quieren para ellos como partido.
Es lógico que muchos piensen que si ésa es la prioridad del gobierno de Calderón en el tramo que le falta, la sociedad no debe esperar nada bueno, salvo más muertes y una polarización política mucho más grave que la de 2006. No se desaprecie este pronóstico, porque ya pasamos de sus prolegómenos y no hay forma de regresar.
JORGE MEDINA VIEDAS ES COLUMNIAS DE MILENIO DIARIO
Eso es lo primero. Hágase una pausa para decir de paso que en ese tramo de desvarío se desprendió de su vocero en comunicación y tuvo un significativo encuentro con el senador Manlio Fabio Beltrones, y no tiene nada de raro que haya comentado con él aspectos puntuales y prácticos de las causas de las remociones de sus funcionarios, y algún otro tema relacionado con las facultades específicas de la Cámara Alta, donde el senador tiene reconocida influencia.
No sabremos si en esa conversación hubo alguna confesión del Presidente, de aquellas que luego pasan de boca en boca como anécdotas inocuas, pero que al paso del tiempo son la historia con mayúsculas. Y digo como aquella confidencia que le hiciera José López Portillo al líder de los comunistas, Arnoldo Martínez Verdugo, cuando éste le reclamó una explicación de la remoción del entonces secretario de Gobernación Jesús Reyes Heroles, autor de la reforma política y que trajo a la izquierda a la lucha por el poder por la vía de las instituciones. Con sus modales aristocráticos característicos, el autollamado “último presidente de la Revolución mexicana” le contestó a Martínez Verdugo: “Es que quería estar aquí”, al mismo tiempo que golpeaba varias veces los brazos de la silla donde estaba sentado, en uno de los salones del Los Pinos.
A un mandón no le gusta otro mandón. Reyes Heroles lo era y de qué manera. A su talento exuberante y a su verbosidad lapidaria, sumaba su desprecio indisimulado por los incapaces. Aún se recuerda cuando en un desayuno de la Lealtad, compartiendo la mesa con el impopular y represor gobernador de Oaxaca, Eliseo Jiménez Ruiz, con quien sostenía fuertes discrepancias, éste ironizó y le dijo al mesero: “A él —apuntando al veracruzano— tráiganles un par de huevos rancheros”; a bote pronto, Reyes Heroles le ordenó al mesero: “A él general tráigale una sopa de sesos”.
Otras veces se equivocaba, sin duda, pero Reyes Heroles conocía las entrañas del poder y sabía muy bien para qué servía detentarlo. Pero los presidentes del viejo régimen tenían un límite. Y López Portillo se lo hizo saber de forma contundente. Éste, por criticado que sea, era brillante. Más brillante que denso intelectualmente; más retórico que políticamente eficaz. Dueño de dotes que eran defectos para unos y virtudes para otros, sin embargo, fue capaz de darle a la historia pasajes pedagógicos de un régimen político que no muere, y que agoniza al ritmo de sus epígonos. Y su defenestrado secretario de Gobernación, Reyes Heroles, es referente obligado de quien haga o estudie política mexicana.
Sin comparación que valga, el presidencialismo de la era panista es una versión prosaica y disminuida de aquel régimen que tanto condenan y sirve de alusión negativa del pasado. Igualmente autoritario, el de hoy es practicado por políticos bisoños, menores, incapaces de nutrir a la historia nacional de algo digno de contarse, salvo un “haiga sido como haiga sido” o un “José Luis Borgues”, o darnos una guerra que los mexicanos no deseamos.
Existe, sin embargo, un poder presidencial que establece y fija protocolos políticos de los cuales ya vimos sus mediocres niveles de efectividad. Los nombramientos recientes hay que verlos como la continuidad de la estrategia electoral de 2010, en la que la guerra es una de las líneas de acción en que se soporta. Al mismo tiempo, dichos nombramientos hacen presentir una violencia más cruenta. Se trajo a un secretario de Gobernación que va a hacer una labor principalmente policiaca, un hombre que en política no tiene nada que hacer, ni nada obligadamente inteligente que decir en otros temas del sector.
Es y será un operador rudimentario para estos tiempos de violencia creciente que se avecinan, como lo demuestra el coche bomba en Ciudad Juárez, que dio muerte a varios policías, y que revelan nuevas formas terroristas en territorio mexicano.
Estamos en la fase dos de la estrategia de Felipe Calderón, cuya intención sigue siendo la misma: no entregarle la banda presidencial a un priista en 2012. No se quiere decir nada del país que le quieren dejar los mexicanos, pero sí es claro lo que quieren para ellos como partido.
Es lógico que muchos piensen que si ésa es la prioridad del gobierno de Calderón en el tramo que le falta, la sociedad no debe esperar nada bueno, salvo más muertes y una polarización política mucho más grave que la de 2006. No se desaprecie este pronóstico, porque ya pasamos de sus prolegómenos y no hay forma de regresar.
JORGE MEDINA VIEDAS ES COLUMNIAS DE MILENIO DIARIO
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